lunes, 8 de diciembre de 2008

¿Una deuda cultural?

¿Una deuda cultural?

SANTIAGO ROSERO 
Comunicador 


"Uy, pero si no canta una en español ya no me va a gustar”, me dijo mi madre mientras presenciábamos el concierto de Mariela Condo, una joven cantante perteneciente a la cultura Puruhá (provincia del Chimborazo), que presentó hace unos días su primer disco Shuk Shimi, Waranka Shimi (Una voz, mil voces).

Condo cantó en quichua y se dirigió a la audiencia en español tan solo para presentar algunos temas. Su repertorio se compuso de piezas del cancionero popular andino reinterpretadas con aportes de la música contemporánea, el jazz y ciertos destellos de un funk delicado. 

“No estoy seguro de si somos “nosotros” los que podríamos exigirle a ella que se deje entender, quizás ella podría exigirnos a nosotros que le entendamos”, le repliqué a mi madre, “al final, el quichua es una lengua originaria que tal vez debió haber sido aprendida por todos”, continué. “Tal vez, pero ya que no fue así, ahora ella podría hacer algo para que todos le entendamos”, sentenció.   

Salvo por determinadas coyunturas, no es frecuente que nos detengamos a reflexionar, en una suerte de introspección identitaria, sobre la presencia o ausencia de ciertas dotes culturales en nuestro acervo. En el proceso de redacción de la nueva Constitución, sectores de la población indígena y mestiza abogaron por el reconocimiento del quichua como lengua oficial del Ecuador. Así, con la efervescencia reivindicativa nos distrajimos en esa lucha hasta que supimos que sobre la hora el quichua y el shuar quedaron apuntados como idiomas oficiales de relación intercultural. Entonces continuamos andando con la cabeza hundida en la contemporaneidad globalizada. 

De ahí en más, cuando las circunstancias enfrentan a grupos indígenas con el Ejecutivo, se escucha al Presidente intentando restarle peso a los reclamos con una apelación a su aparentemente reducida fuerza de representatividad frente a una totalidad que se la asume conforme. Y entonces se lanzan cifras en porcentajes como para legitimar las objeciones, pero ahí mismo se reactivan los debates eternos. 

Si la posibilidad de desestimar demandas de ciertas minorías (según datos del INEC en 2001 un 6,8% de la población se autoidentificó como indígena) radica en alegar la poca trascendencia colectiva de sus propuestas, ¿los capitales hereditarios de su cultura debieran ser considerados como de interés nacional sólo en tanto contengan cualidades utilitarias masivas, es decir, en tanto se ponga de relieve su valor de uso? De ser así, quizás quepa asumir que para la población ecuatoriana no quichua hablante (un estudio de la FLACSO indica que en 1990 un 8,6% de la población hablaba quichua) la lengua ancestral significará una deuda cultural proscrita por las urgencias de una aldea globalizada que, tras la legitimación del inglés como lengua universal, hoy empieza a advertir las arremetidas del mandarín. Mientras tanto, para los pueblos indígenas que la utilizan fuera de las zonas donde habitan, el quichua permanecerá más como un registro de capital simbólico que como un recurso concreto de comunicación. Por ende, los cantos de Mariela Condo seguirán sonando para mucha gente más extraños que los de Madonna.

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